A fines del siglo XIX la fe en el progreso alcanzaba sus momentos culminantes en el mundo occidental. Su hegemonía global era incontestada, los avances de la ciencia portentosos y varios decenios de paz entre las grandes potencias auguraban el advenimiento de un “brave new world”, para usar el título del famoso libro de Aldous Huxley. Las celebraciones del paso al siglo XX fueron apoteósicas en las capitales occidentales y el siglo XIX fue resumido en rúbricas como las siguientes: “el siglo del pueblo”, “el siglo maravilloso”, “el siglo científico”, “un siglo titánico”, “un punto de inversión en la historia del mundo”. El filósofo, sociólogo y biólogo inglés Herbert Spencer (1820-1903) le había dado a las ideas gemelas de progreso y desarrollo su expresión más acabada en obras que tendrían una enorme influencia durante la segunda mitad del siglo XIX.
Nadie se hubiese atrevido en esos momentos apoteósicos del desarrollo occidental y de la idea-fuerza de su cultura moderna, la idea de progreso, a augurar que pronto todo se desmoronaría de la forma más espectacular y lamentable que pueda imaginarse. En agosto de 1914 estallaba, sin embargo, la demencial violencia que con dos guerras mundiales y el surgimiento de los totalitarismos fascistas y comunistas azolaría, como nunca antes, la faz de la tierra. Como Gregor Samsa en La Metamorfosis de Kafka, el luminoso progreso despertó, de pronto, convertido en una horripilante cucaracha sangrienta. El impacto sobre el pensamiento occidental fue el paso, durante varios decenios, del optimismo ilimitado a un pesimismo profundo, que llegaba incluso a renegar de sus mejores logros. Lo que en todo caso resultaba evidente era la no correspondencia entre desarrollo técnico-material y desarrollo humano, en el sentido de un desarrollo de las virtudes morales y cívicas de los individuos. El progreso parecía generar, tal como Rousseau lo había planteado, seres materialmente ricos y técnicamente poderosos pero moralmente deleznables.
Este brusco cambio de escena mental engarzó y potenció una vertiente de reflexión crítica sobre la modernidad y el progreso que se había manifestado ya hacia finales del siglo XIX en las obras de los padres de la naciente sociología científica en Alemania (Ferdinand Tönies y Max Weber) y Francia (Émile Durkheim). Lo que estos pensadores destacaron fue el carácter contradictorio de la modernización con sus procesos centrales de industrialización, urbanización y economía de mercado o capitalista. La “sociedad tradicional”, con sus fuertes lazos económicos, sociales y mentales, estaba dando paso a una multitudinaria sociedad urbana formada por entes que no estaban cohesionados por una historia, identidad, pertenencia, solidaridad y creencia compartidas. Se trata de la “masa solitaria” o “masa de extraños” (la expresión es de Tönnies) y la alienación de unos respecto de otros. Los individuos comparten así espacios sociales sin comunidad, que los aíslan y los convierten en potenciales seguidores de utopías colectivistas que prometen la restauración, por la fuerza, de la comunidad (de raza, de clase, de religión, de nación etc.). En su tesis doctoral de 1887, Ferdinand Tönnies articuló esta problemática en sus célebres categorías opuestas de Gemeinschaft (comunidad) y Gesellschaft (sociedad). La primera forma de asociación, la comunidad, está articulada por una voluntad natural o esencial (“Wesenwille”), espontáneamente anclada en el parentesco y la cercanía, es decir, lazos y solidaridades sociales que no son utilitaristas sino “innatos”. La segunda forma de asociación, la sociedad, está fundada en una voluntad instrumental (“Kürwille”), cuya base no es otra que la utilidad mutua que permite (y de faltar, destruye) el intercambio y la convivencia entre extraños. Se trata de lazos frágiles y variables por definición, que definen los cimientos fácilmente quebradizos de las sociedades modernas.
Lo esencial de esta discusión estriba en dos aspectos de gran importancia. Primero, que el “progreso” no es un puro “mejorar” o “progresar”, sino que implica pérdidas, potenciales retrocesos y el surgimiento de problemas difíciles de resolver. Segundo, que el progreso, entendido como modernización, reposa sobre unas bases inestables y que, bajo condiciones adversas, puede dar origen a conductas y desarrollos de alta destructividad. Esta visión del carácter contradictorio del progreso, en que todo avance o solución puede dar origen a retrocesos y nuevos problemas, es profundamente ajena a la idea de progreso tal como aquí la hemos estudiado. Los costos y la sostenibilidad del progreso y el desarrollo son hoy los temas centrales de un mundo globalizado en el cual se están viviendo, con suma intensidad, las tensiones desgarradoras que Europa vivió, hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, con la irrupción de la modernidad a escala de toda la región.
Así se pede cerrar este repaso de una idea, la de progreso, y de su hermana gemela, la de desarrollo, que siguen marcando nuestro presente y que, sin duda, marcarán nuestro futuro. Podemos decir que han quedado atrás las creencias ingenuas en utopías venideras donde se resuelven todos los problemas ancestrales de la humanidad o en un mejoramiento de la condición humana que no tiene ningún revés o costo. Sin embargo, la esperanza en la perfectibilidad (no la perfección, que es una cosa completamente diferente) de la vida humana y la voluntad de alcanzarla siguen, más que nunca, inspirándonos como herencia perdurable de la modernidad y de la idea de progreso.
(Fuente: http://es.wikipedia.org/wiki/Progreso)